El Ángel del agua y el amo del caballo


Si alguien le hubiera dicho que expresara lo que veía, lo primero que se le habría ocurrido era que los muertos habían vuelto a la vida para matarla (a la vida).
Los quebrachos se estiraban ásperos y agresivos. De espinas rudas y gruesas, apenas si se movían ante la brisa que rodaba desde el monte de laderas vertiginosas. Las raíces arañaban penosas las piedras de filo que yacían sosegadas y milenarias bajo el sol
despiadado e incendiario. El calor desfiguraba el pajonal de una manera casi poética, al compás de la bandada que se deslizaba desafiante y solitaria en ese cielo que ahora parecía el aposento del diablo, más que de Dios.-
-¡Qué calor, Zaino!- repetía mientras palmeaba al pobre caballo, esclavo de todas sus aventuras estrafalarias.
Zaino hubiera querido responderle de buena gana, pero este
loco se iba a morir del susto, y entonces… ¡vaya a saber quién se
ocuparía de él!
-Para colmo, Zaino, ni una nube ¡Esto es inhumano! ¡Nunca vi un calor igual! ¡Qué lo parió…! Y Zaino se detuvo bajo el quebracho, con las fuerzas caducas.
Quería agua y de paso, quería vida. Su amo se acodó en su cogote de crines chorreadas y pudo ver sus ojos. Sabía lo que su caballo
quería.
El Amo del Caballo se bajó y comenzó a caminar solo, en busca del Ángel del Agua, aquel que conoció en sueños infantiles. El Ángel del Agua había derrotado, en una furiosa batalla, a los muertos que se habían levantado en una tarde de tanto calor que
hasta las víboras se enroscaban bajo las pajas bravas. El Ángel del Agua se le había aparecido un día trayéndole una mula perdida, y lo había saludado desde lejos con la mano extendida hacia el cielo, indicándole que ya venía el agua para su cosecha y sus animales. Los muertos penosos se cruzaban delante de él con la esperanza seca, sin nada que perder. El Amo del Caballo los espantó con el sombrero y tambaleó su andar hasta caer al suelo. Y allí se quedó, clavado casi de pies y manos al suelo, con la boca abierta y exhalando el último grito celestial que le traería a su Ángel del Agua. El Ángel del Agua pisó el suelo sin hacer ruido. Primero bañó al caballo y de su propia mano le dio agua. Después voló hasta donde estaba el Amo del Caballo, le dio tanto líquido bendito que produjo en él una creciente sagrada de fe.
El Amo del Caballo cerró los ojos y vio retozar a Zaino bajo el cielo partido en dos por un rayo. La oscuridad esfumó los contornos del monte y los quebrachos ladearon su erguida y espinosa dignidad bajo la pomposa tormenta.
El Ángel del Agua celebró la lluvia, era lo que mejor hacía. Y en un hechizo de aroma a viento, evaporó estrepitosamente el calor ante el aullido de los muertos penosos, que escudriñaban en vano su voluntad para fundirse en la madre tierra a pensar y a
descansar en paz.


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